Parece evidente que estamos hechos para la relación. De hecho, toda nuestra vida está entrelazada de relaciones. Pero a veces corremos el riesgo de dañarlas con juicios duros y superficiales.
A lo largo de la historia encontramos múltiples imágenes que ya forman parte del lenguaje común. Por ejemplo, en la tradición antigua encontramos una expresión muy conocida que dice: «¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no te das cuenta de la viga que está en el tuyo?»[1]; igualmente proverbial es la imagen de las dos alforjas: una delante de los ojos, con los defectos de los demás, que vemos fácilmente, y la otra en la espalda, con nuestros defectos, que por lo tanto nos cuesta reconocer[2] y como dice el proverbio chino, «el hombre es ciego a sus propios defectos, pero tiene ojos de águila para los de los demás».
Esto no significa aceptar lo que sucede indiscriminadamente. Ante la injusticia, la violencia o el abuso no podemos cerrar los ojos. Es necesario comprometerse con el cambio, comenzando por mirarnos antes que nada a nosotros mismos, escuchando con sinceridad nuestra propia conciencia para descubrir qué debemos mejorar. Solo así podremos preguntarnos cómo ayudar concretamente a los demás, incluso con consejos y correcciones.
Se necesita «otro punto de vista» que me ofrezca una perspectiva diferente a la mía, enriqueciendo mi ‘verdad’ y ayudándome a no caer en la autorreferencialidad y en esos errores de valoración que, en el fondo, forman parte de nuestra naturaleza humana.
Hay una palabra que puede parecer antigua, pero que se enriquece con significados siempre nuevos: misericordia, que debemos vivir, en primer lugar, hacia nosotros mismos y luego hacia los demás. De hecho, solo si somos capaces de aceptar y perdonar nuestros propios límites podremos acoger las debilidades y los errores de los demás. Es más, cuando nos damos cuenta de que inconscientemente nos sentimos superiores y con derecho a juzgar, se vuelve indispensable estar dispuestos a dar «el primer paso» hacia el otro para evitar que la relación se deteriore.
Chiara Lubich cuenta a un grupo de musulmanes su experiencia en la pequeña casa de Trento, donde comenzó su aventura con sus primeras compañeras. No todo era sencillo y no faltaban las incomprensiones: «No siempre era fácil vivir la radicalidad del amor. […] También entre nosotras y en nuestras relaciones, podía depositarse algo de polvo, y la unidad podía languidecer. Esto ocurría, por ejemplo, cuando nos dábamos cuenta de los defectos e imperfecciones de los demás y los juzgábamos, de modo que la corriente de amor recíproco se enfriaba. Para reaccionar ante esta situación se nos ocurrió un día sellar un pacto entre nosotras, y lo llamamos «pacto de misericordia». Decidimos, cada mañana, ver nueva a la persona que encontráramos —en casa, en clase, en el trabajo, etc.— sin recordar en absoluto sus defectos, cubriéndolo todo con amor. […]»[3]. Un verdadero «método» que vale la pena poner en práctica en los grupos de trabajo, en la familia y en las asambleas de cualquier tipo.
[1] (Lc 6,41)
[2] Esopo (μῦθοι) , Fedro (Fabulae)
[3] C. Lubich, «El amor al prójimo», Charla con un grupo de musulmanes, Castel Gandolfo 1-11-2002. Cf. El amor recíproco, Ciudad Nueva, Madrid 2013, pp. 109-110