“Sed una familia”. Esa frase del testamento espiritual de Chiara Lubich fue el hilo conductor de la Mariápolis celebrada del 3 al 5 de octubre en el Valle del Jerte. Un entorno rebosante de agua, silencio y belleza que ayudó a descubrir a Dios en lo cotidiano, entre la naturaleza y las relaciones que nacen del encuentro.
Setenta y tres personas participaron en esta Mariápolis, acompañadas por miembros del Movimiento de los Focolares de Sevilla y del Focolar “Proyecto Jóven” de Madrid. A ellos se unieron una veintena de personas de otras regiones, construyendo una comunidad diversa donde convivieron adultos, jóvenes y niños, con actividades adaptadas a cada etapa de vida.
Desde el primer día, el clima fue el de una familia que se va tejiendo: de los primeros saludos a las conversaciones profundas, de los juegos a los momentos de silencio. A través del recorrido histórico de las Mariápolis y la reflexión sobre el carisma de la unidad, se profundizó en “el arte de amar” y en “la cercanía al estilo de Dios”. Palabras que no se quedaron en teoría: fueron vividas en gestos concretos de reconciliación, escucha y alegría compartida.

Uno de los momentos más significativos fue el paseo meditativo; una caminata en pequeños grupos donde cada participante pudo abrir su corazón y compartir cómo hacer camino juntos: en la familia, el trabajo, la escuela o el entorno social. También se presentó el proyecto educativo Living Peace 1, que promueve la cultura de la paz y su aplicación concreta en una escuela de Badajoz. Los talleres y actividades ayudaron a descubrir que cada persona puede ser “artesana de paz”, capaz de sembrarla dentro de sí, entre los demás y en el mundo.
La música también tuvo su espacio, como un lenguaje que une y armoniza. Canciones, guitarras y voces tejieron momentos de comunión que incluyeron a los más pequeños.
El domingo, la comunidad parroquial de San Miguel Arcángel acogió a todos los participantes en la Eucaristía, compartiendo juntos la mesa y la fe. Antes de despedirse, hubo tiempo para conocer la vida del pueblo y su riqueza: las cerezas del Valle del Jerte, símbolo de una tierra fecunda y generosa, como lo fueron los corazones que allí se encontraron.
Quienes participaron regresaron a casa con un sentimiento común: gratitud y compromiso. Gratitud por lo vivido y compromiso con una vida donde la fraternidad y la paz no sean un ideal lejano, sino una realidad cotidiana.
Porque, como se repitió muchas veces, ser familia es posible.


